La habitación estaba infestada de crucifijos. Pendían de la techumbre, ondeando del extremo de cordeles, y cubrían las paredes fijados con clavos. Se contaban por decenas. Podían intuirse en los rincones, grabados a cuchillo en los muebles de madera, arañados en las baldosas, pintados en rojo sobre los espejos. Las pisadas que llegaban hasta el umbral de la puerta trazaban un rastro en el polvo en torno a una cama desnuda hasta el somier, apenas ya un esqueleto de alambre y madera carcomida. En un extremo de la alcoba, bajo la ventana del tragaluz, había un escritorio de consola cerrado y coronado por un trío de crucifijos de metal. Lo abrí cuidadosamente. No había polvo en las junturas del fuelle de madera, con lo que supuse que el escritorio había sido abierto no hacía mucho. El escritorio tenía seis cajones. Los cierres habían sido forzados. Los inspeccioné uno a uno. Vacíos.
Me arrodillé frente al escritorio. Palpé con los dedos los arañazos en la madera. Imaginé las manos de Julián Carax trazando aquellos garabatos, jeroglíficos cuyo sentido se había llevado el tiempo. En el fondo del escritorio se adivinaba una pila de cuadernos y una vasija con lápices y plumas. Tomé uno de los cuadernos y lo ojeé. Dibujos y palabras sueltas. Ejercicios de cálculo. Frases sueltas, citas de libros. Versos inacabados. Todos los cuadernos parecían iguales. Algunos dibujos se repetían página tras página, con diferentes matices. Me llamó la atención la figura de un hombre que parecía hecho de llamas. Otra describía lo que hubiera podido ser un ángel o un reptil enroscado en una cruz. Se adivinaban esbozos de un caserón de aspecto extravagante, tramado de torreones y arcos catedralicios. El trazo mostraba seguridad y cierto instinto. El joven Carax mostraba las trazas de un dibujante de cierto talento, pero todas las imágenes se quedaban en esbozos.
Me arrodillé frente al escritorio. Palpé con los dedos los arañazos en la madera. Imaginé las manos de Julián Carax trazando aquellos garabatos, jeroglíficos cuyo sentido se había llevado el tiempo. En el fondo del escritorio se adivinaba una pila de cuadernos y una vasija con lápices y plumas. Tomé uno de los cuadernos y lo ojeé. Dibujos y palabras sueltas. Ejercicios de cálculo. Frases sueltas, citas de libros. Versos inacabados. Todos los cuadernos parecían iguales. Algunos dibujos se repetían página tras página, con diferentes matices. Me llamó la atención la figura de un hombre que parecía hecho de llamas. Otra describía lo que hubiera podido ser un ángel o un reptil enroscado en una cruz. Se adivinaban esbozos de un caserón de aspecto extravagante, tramado de torreones y arcos catedralicios. El trazo mostraba seguridad y cierto instinto. El joven Carax mostraba las trazas de un dibujante de cierto talento, pero todas las imágenes se quedaban en esbozos.
La pièce était infestée de crucifix. Ils pendaient au plafond, se balançant au bout de cordes, et recouvraient les murs, fixés par des clous. On en contait par douzaines. On pouvait en deviner cachés dans les coins, ciselés au couteau dans le bois des meubles, gravés sur les carreaux, peints en rouge sur les miroirs. Des traces de pas, qui menaient jusqu'au seuil de la porte, avaient laissé dans la poussière des empreintes tout autour d'un lit dénudé ; même le sommier n'était rien d'autre qu'un squelette de fer et de bois vermoulu. Sur un des côtés de la chambre, sous la lucarne, se trouvait un secrétaire fermé, orné de trois crucifix de fer. Je l'ouvris précautionneusement. Il n'y avait pas de poussière sur les jointures de l'ouverture principale du meuble ; j'en conclus donc qu'on l'avait fouillé il y avait peu. Le secrétaire comptait six tiroirs. Les serrures avaient été forcées. Je les inspectai un par un. Vides.
Je m'agenouillai devant le meuble. Je passai mes doigts sur les gravures laissées dans le bois. J'imaginai les mains de Julián Carax dessinant ces gribouillages, ces hiéroglyphes dont la signification avait été emportée par le temps. Dans le fond du secrétaire, on devinait une pile de carnets et un pot rempli de plumes et de crayons. Je saisis un des cahiers et le feuilletai. Des dessins et des mots solitaires. Des exercices de mathématiques. Des phrases isolées, des citations de livres. Des vers inachevés. Tous les cahiers paraissaient identiques. Certains croquis se répétaient page après page, avec, néanmoins, des nuances distinctes. Le portrait d'un homme qui semblait constitué de feu attira mon attention. Un autre représentait ce qui aurait pu être un ange ou un reptile enroulé autour d'une croix. On discernait aussi les esquisses d'une demeure aux allures extravagantes, dominée par de grandes tours et des arches tout droit sorties de cathédrales. Le coup de crayon manifestait de la sécurité et un certain instinct. Le jeune Carax montrait tous les signes d'un dessinateur talentueux, mais aucun des ses travaux ne dépassaient le stade d'esquisse.
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